Crónica - El Mundo

Luis Miguel Fuentes

  4 de junio de 2006

 
  De Jerez a Chipiona, de Lola a Rocío

Entre dos pilares, con el mar detrás como la garganta del viento, no parece tanto una Venus con la falda mojada o una Inmaculada que pasa frío, sino casi más la escultura de un héroe del béisbol o de la cosmonáutica rusa, cogido en el gesto del triunfo o de empezar a volar. El monumento a Rocío Jurado, al final de la avenida que lleva su nombre, su estatua que sale de una fuente pisando un azul con otro azul, es como un relieve en un estuco de cielo. En Chipiona, Rocío era la mujer que traía las olas levantando la voz igual que los brazos. En su Chipiona, con calles entoldadas, con nombres solares, con hoteles con banderas y anclas, con vírgenes asomadas a las terrazas, con agua que se hace madera contra las piedras, Rocío era todo.

“No se va a morir, va a ser eterna”. Lo decían, lo pedían las mujeres el día antes de su fallecimiento, delante de su casa cerrada, desde donde sólo miraban, en sus azulejos, un Cristo expirante y su madre María en una mecedora, como si hubiera bajado del Cielo a la cocina sin quitarse la corona. El pueblo había puesto, en peregrinación o de vuelta de la playa, una firma o un rezo por cada ladrillo; había dejado en la cancela, pegados con esparadrapo, poemas chiquillos que terminaban en “como una ola...”; había hasta arrojado al suelo con furia unas flores que puso alguien en una botella de plástico cortada, porque decían que le traían la muerte antes de tiempo, el olor fresco de las tumbas, que es como el de una tierra de caracoles. Era cuando todavía quedaba esperanza, aunque muchos ya cedían a la fantasía de una muerte grandiosa y de santa, imaginando pirámides en el cementerio, ataudes de infanta, caballos negros rejoneadores pasando un velo por su cara. Pero va a ser eterna, tenían razón.

El pueblo quiere al pueblo, y hay un arte que es pueblo sublimado. Una chiquilla como cantarera que sale del barrio, con sus fandangos aprendidos en las zapaterías, una chiquilla como una planchadora que triunfa. Eso que llaman ser folclórica es toda una escalinata desde la casapuerta a los teatros. Porque Rocío era pueblo, porque en cierto arte no se puede sino ser pueblo, una Chipiona llena de primos suyos verdaderos o fingidos lloraba; por eso un joven recordaba un abrazo que le dio ella de chico, cuando le daba miedo esa enorme mujer, o el día en que su padre le llevó a La Más Grande, hasta el Liceo de Barcelona, dos kilos de chicharrones en avión. Rocío Jurado, la que de chica corría por el callejón Pichichi y hacía teatro por las casas de vecinos, la que cantaba en las cruces de mayo, según recuerda Agustín, que tiene una frutería, una tiendecilla como un cajón abierto, frente a la casa donde ella vivió. “Me acuerdo de una cinta que grabó para un concurso de Radio Sevilla, que estábamos su tío Antonio y yo y un fraile de Regla. Tendría como catorce o quince años años. Entonces dije que iba a llegar donde quisiera”. Eso, grabar una cinta ante el hombre del kiosco o el cura, o irse a Madrid con ocho mil pesetas prestadas, eso es ser pueblo. En Chipiona todos destacan que Rocío era, además de una gran artista, una gran persona, y sobre todo que nunca se distanció de su gente, como si siguiera acordándose siempre del callejón Pichichi, de un caramelo o de un chocazo allí.

Si la copla parece que se ha muerto con Rocío Jurado como se mueren algunos sin la madre, es también, además, por esas chiquillas con churretes que ya no hay, por ese cantar arremangado como otra forma de ser torerillo con hambre. Ya no hay eso, ni quizá tampoco copla. Hay otra cosa lacia o un fado transformista o una chica guapa desmayándose de serlo. Rocío Jurado era grande de verdad, con una grandeza de época, como las arquitecturas que sólo dan algunos imperios. Y lo era más en la copla de siempre y en la jondura, y de otra forma en ese subirse a los pianos con rosas en la boca y gasas abriendo o apretando el pecho, cuando cantaba esas cosas de Manuel Alejandro, esa música que hacía como para cruceros otoñales. “Es que ella cantaba copla, cantaba flamenco y cantaba todo lo que le echaran –proclama Agustín--. Es la más grande. España ha perdido una gran cantante y Chipiona ha perdido a una embajadora”. La copla quizá se muere con sus sacerdotisas. Quedan los mausoleos, la casa de Rocío en Chipiona, convertida ya en algo así como una caja de música con flores. O las fotos que forran la pared de lo que llaman el “rincón de Rocío” en el Bar el Gato, de otro de sus primos de verdad o no, fotos de ella con su gente y con lonchas de jamón, con muchas lonchas de jamón, que es lo que pintan siempre los pobres.

Se va la copla con sus gigantes taconeando. Se ha ido Rocío Jurado, pero antes se fue Lola Flores. Jerez también fue, hace más de diez años, un poco como ahora Chipiona, una orfandad que traían a la calle los alacranes de la muerte. De Chipiona a Jerez hay una cintura del cante o hay una pestaña larguísima que ciega al mundo de la copla. En el barrio de San Miguel, barrio de gitanos, de cantaores como aguadores, sostenido por panaderías, puertas con visillo y tejas como cañones, la estatua de Lola Flores parece la antorcha de su furia, el abrazo con manos y muslos poderosos de su propio duende. Allí está su espíritu por fin quieto, acompañando al de otros grandes plazueleros: Chacón, Loco Mateo, Merced la Serneta, Agujetas padre, el corazón de carbón del Jerez flamenco, donde se hacía del cante una cavazón con las tripas. Lola Flores, verde ya como las fuentes, es otro mito convertido en sirena. En Jerez están Lola y la Paquera, como en Chipiona están Rocío y la Virgen de Regla. Nadie en Jerez olvida a la Faraona, tiene allí monumento y calle y la sangre parada en la Plazuela, y sin embargo, como un primer amago de podredumbre, en la casa en que nació, un alto sobre puertas de garaje en la calle Sol, apenas un balcón con postigos de una madera estallada de estar sin cristal, parece que acabaran de extinguir un incendio. Quizá la gente no olvida, pero las ciudades a veces sí.

En San Miguel, en la Peña la Bulería, que es una pinacoteca abodegada donde están como candiles negros las manos de piyayo, las bocas abiertas y las melenas de barro o de cristo de todos los grandes del cante jerezano y de fuera, todavía tienen el cartel que anunciaba a Lola Flores de esta manera: “No canta ni baila, no se la pierdan”. Todo lo que de diferentes tenían Rocío Jurado y Lola Flores es lo que las une al final, una manera suya de ser grande como de llevar la melena. “Con Rocío ha terminado una forma de expresar la copla, porque la hizo muy personal, y su voz era inigualable, -- dice Ana María López, profesora de baile, mientras despide en la peña a alumnos japoneses o hindúes.-- Lola era otro mundo, Lola era un torbellino, más gitana, expresaba más y no cantaba tan bien. La voz no se puede comparar, pero sí, la personalidad de Lola era tan grande como la de Rocío, personalidades fuertes, igual que la de Camarón. Sí, con ella ha terminado una época”. No parece sino que todo lo que se puede hacer ya en la copla son imitaciones, de Lola, de Rocío, de Concha Piquer. “Ahora está esta chica, Pasión Vega, que dice la copla con mucha melodía, con mucha dulzura, pero el poderío de Rocío... Al final es la personalidad lo que cuenta. Como Lola, como Rocío, como Camarón, como la Paquera...”. “Ya no saldrá nadie igual que ella. Rocío ha sido una de las más grandes de todos los tiempos en la canción española –dice Pedro Escobar, otro de los habituales de la Peña la Bulería--. Pero no tiene nada que ver con Lola, son artistas completamente diferentes. Juntarlas es como mojar langostinos en leche”. Para Domingo Rubichi, guitarrista de otra de las grandes familias de San Miguel, “después de Rocio Jurado -- “una bicha”, describe-- ya todo lo que queda es más light”. “Superarlas será imposible, pero todos los monstruos se mueren”, sentencia.

Se acaban las grandes y esa copla suya ya no cabe en esta época, como no caben las primeras locomotoras. Se acaban sus voces como muslos y sus cuerpos de crucifijo. Quedan las estatuas, esas dos estatuas, de Lola y de Rocío, mirándose de lejos, como lanzándose cometas de oeste a este, igual que una vez, en aquel programa de televisión, se cantaron Ay pena, penita, pena, cara a cara y con los ojos.



N.A: Este texto original pudo sufrir variaciones durante el proceso de edición.


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