Luis Miguel Fuentes


El poeta que odiaba los espejos

11/07/02

JEREZ.- Sabina menos flaco y menos deshollinador y menos muerto, Sabina más poeta, más espadachín, más sobrevivido, Sabina con perilla, camiseta a rayas y cigarro de mentira, dejaba la guitarra en la guardarropía y recitaba sonetos con ronquera y canciones con la música apagada. No había barra, ni porros, ni coristas, no tocaba Panchito Varona ni había venido la Magdalena, que no libraba. En la mesa le pusieron una lámpara de camarote y Sabina decía su poesía como un pirata sentimental y crónico. “No va a cantar, a menos que cante las cuarenta”, bromeaba Caballero Bonald.

La Fundación Caballero Bonald cerraba el martes el curso trayendo a Joaquín Sabina a ejercer de poeta, que lo es, y alrededor de las bodegas González Byass había una cola de concierto más que de literatura. Le habían regalado un servilletero de Tío Pepe para que escribiera canciones y le habían llevado a la bodega Los Apóstoles, donde hay una bota o simulacro de bota para cada uno de los doce y a Judas lo han puesto en una esquina a avinagrarse en su vergüenza y a escuchar malamente al de Úbeda. “Yo había actuado en las tabernas, pero nunca había leído sonetos en una bodega tan hermosa”, decía Sabina, muy curado del marichalazo (María Jiménez dixit).

Allí, niñas pijas, gerentes, concejales, caballistas, barbudos, abanicos, politos del cocodrilo, momias señoronas con su bisutería egipcia, morenas a las que se les caía la tiranta, corbatitas de elefantes, tintes rojos cuarentones, Gabi y Borja emocionados, una camiseta de Rosendo, despechugados con chaqueta, Luis García Montero como un alfil, Almudena Grandes grande y agitanada, y los bodegueros un poco temerosos de la guasa y el alfanje de Sabina, que ya se sabe que no distingue señoritos ni jetsetes. Gente, calor y expectativa, pues el músico sin música, el bardo con cojera de vihuela, el poeta en los huesos, tenía su libro negro para contar, sus cien sonetos como diez mandamientos, Ciento volando (de catorce), que darle al personal a palo seco.

“Derroche de vitalidad metafórica”, “desparpajo lingüístico”, “poeta del desacato y la insumisión”, “trasgresor nato que detesta lo convencional”, así presentaba a Sabina y a su libro un Caballero Bonald divertido y hasta un poco roquero. Y luego quedó Sabina, solo, con gafas de maestro, con los Doce Apóstoles detrás para molestarlos en pandilla, que es mejor. Y dejó el pitillo de plástico y cogió el capote, y leyó con voz espantosa una poética en prosa donde hablaba de ese adolescente que fue, que escribía “versos de odio contra el mundo y los espejos” y al que las rubias siempre se le iban “con un idiota que jugaba al baloncesto”; donde hablaba de tardes “en blanco y negro”, de un tren hacia Madrid, de sus canciones como un “mapamundi del deseo”; donde hablaba de escribir para vengarse, que ya lo decía Cela.

Y tomó sus sonetos a saltos, mal leídos según dijo luego Caballero Bonald, y estuvo quevedesco y chulapo. “Mi infancia era un cuartel, una campana / y el babi de los padres salesianos / y el rosario ocho lunes por semana / y los sábados otra de romanos”, comenzó. Y fue de las “sotanas y coturnos” a las putas y las pajas; de los tontos que no follan por ver El Gran Hermano a “siete que ignoran más de lo que aprenden”. Sonetos de vida, noche, calima, rabia, deseo y asco, y la gente entregada, y Sabina ocurrente, y alguna familia jerezana de misa y limpiabotas que hacía como que no se espantaba cuando escuchaba santas palabrotas y blasfemias.

Sabina regaló a sus fieles de un par de canciones inéditas leídas a la vez con pudor y desfachatez; una de ellas nacida de sus sonetos, exactamente de “Benditos Malditos, Malditos Benditos”, quizá la parte más brillante del libro; y otra, “A vuelta de correo”, que provocó carcajadas. Luego, “para joder a Pepe [Caballero Bonald]”, cantó a capella, aflamencado, haciendo ritmo con los nudillos, una coplilla cómplice de homenaje a los amigos poetas. Firmó libros con la gente encima, en el barullo le mangaron los papeles y luego escapó a un patio con sillas rojas de cantaor. Tras él, contradiciendo el espíritu de toda su obra, quizá iban muchos de “los bobos con medalla, los probos ciudadanos”, que no se habían enterado de nada.

 

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